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Los mapas de poder global rara vez se redibujan con cortes netos. Generalmente lo hacen por acumulación: de tensiones, de agravios, de narrativas cuidadosamente construidas. En los últimos años, China y Rusia han tejido una alianza incómoda pero funcional, diseñada no sobre una visión compartida del futuro, sino sobre un diagnóstico común del pasado: el orden internacional liberal —liderado por Estados Unidos y sus aliados— es visto como un andamiaje que ha sofocado sus ambiciones, frustrado su ascenso y, en términos más emocionales, herido su orgullo nacional.
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Desde Moscú y Pekín se insiste en que Occidente no exportó democracia, sino desigualdad y decadencia; que sus valores universales eran, en realidad, intereses disfrazados. Xi Jinping y Vladimir Putin no son socios naturales. Comparten poco, más allá de una vocación autoritaria y un talento para manipular la historia. Pero en la era de la multipolaridad forzada, eso basta. China aporta escala, tecnología y visión estratégica; Rusia ofrece desafío, beligerancia y una voluntad de disrupción que Pekín —más cuidadoso con sus intereses económicos— prefiere tercerizar.
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El relato común que los une es tan sencillo como eficaz: Occidente oprime; Eurasia libera. La Iniciativa de la nueva Ruta de la Seda y el bloque BRICS se venden como alternativas al modelo “decadente” de Bretton Woods, con sus instituciones financieras y sus condiciones. Ambos regímenes han aprendido que no necesitan convencer al mundo de que son virtuosos. Basta con sembrar dudas sobre la virtud de sus críticos. Y en ese terreno, han encontrado terreno fértil: África, Asia del Sur, y América Latina, muestran hoy niveles crecientes de ambivalencia, cuando no simpatía, hacia las tesis antioccidentales.
Anne Applebaum, historiadora de regímenes autoritarios, y lo vemos en casos de países tan lejanos como Hungría y Venezuela, lo ha advertido con claridad: las autocracias modernas ya no necesitan tanques en las calles. Pueden vaciar las instituciones desde dentro, reemplazar pluralismo por propaganda, y envolverlo todo en una pátina de legalidad. Rusia y China son versiones distintas de este modelo. Moscú opera con brutalidad y cinismo abierto; Pekín, con paciencia milenaria y vigilancia algorítmica. Pero ambos coinciden en el uso político del pasado: apelan a una historia de humillación exterior como justificación de su excepcionalismo presente. Y ambos cultivan un nacionalismo identitario que alimenta la obediencia y desprecia el disenso.
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Las rutas de la historia son selectivas. Xi recuerda con orgullo las glorias civilizatorias de China y denuncia las “agresiones extranjeras” que la convirtieron en un estado semi-colonial. Putin habla de la URSS y del Imperio ruso como si fueran estaciones del mismo tren histórico, y acusa a Occidente de intentar reducir a Rusia a una colonia cultural. Todo esto se comunica con eficacia en foros internacionales, donde el relato de “resistencia al hegemonismo” encuentra eco en países que aún lidian con los legados del colonialismo. En esos espacios, el BRICS ya no es un club curioso sino una plataforma política, con ambiciones de reforma del orden global y un discurso atractivo para quienes se sienten excluidos del centro.
Pero bajo la superficie, las tensiones son evidentes. Buena parte del expansionismo ruso del siglo XIX se realizó a expensas de China, mediante tratados desiguales que hoy ambos gobiernos prefieren olvidar. Las élites rusas, incluso mientras aceptan la chequera china, miran con recelo la creciente dependencia tecnológica y comercial. En Moscú, documentos filtrados indican que Pekín es considerado, en privado, como un “enemigo estratégico”, incluso mientras se multiplican las fotos de apretones de manos y banquetes oficiales.
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Del otro lado, académicos chinos empiezan a hablar sin eufemismos. Feng Yujun, de la Universidad de Pekín, ha afirmado que el objetivo real de Rusia es reconstruir un imperio euroasiático bajo dominación moscovita, impulsado por una cultura geopolítica agresiva, una profunda inseguridad identitaria y una visión mesiánica enraizada en la ortodoxia rusa. Esta no es la clase de socio que China elegiría, si no necesitara proyectar fuerza sin involucrarse directamente.
La guerra en Ucrania, sin embargo, ha resultado útil para Pekín. Le ha permitido observar —y aprender— sobre el funcionamiento del armamento occidental, las nuevas tácticas de guerra tecnológica y las vulnerabilidades logísticas de la OTAN. Mientras tanto, el comercio bilateral ha crecido, con Rusia vendiendo recursos a precios de saldo, y China evitando cuidadosamente cruzar las líneas rojas que provocarían sanciones. El beneficio es claro, el costo, por ahora, está controlado.
Alberto Schuster
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¿Durará esta alianza? Como tantas en la historia, dependerá del contexto. Por ahora, a ambos les sirve mantener la ficción de una hermandad ideológica. El lenguaje del pasado —imperios humillados, civilizaciones milenarias, enemigos comunes— es útil para ordenar el presente. Pero ni Xi ni Putin olvidan que los matrimonios de conveniencia no sobreviven al cálculo que los originó. Lo que hoy los une no es el amor por un mundo multipolar, sino el temor a quedar aislados en uno que aún responde, aunque cada vez menos, a las reglas que no escribieron.
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Finalmente, muchos ven en el actual gobierno estadounidense una tendencia a la autocracia. Si ello llega a materializarse veremos en la práctica tres poderes autocráticos en pugna, siempre a la búsqueda de acólitos, todos ellos para disputar y sacar ventajas en un nuevo reseteo global.
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